UN VIAJE INSÓLITO

- Por el momento el viaje no es urgente. Se puede esperar –repetía insistentemente la vieja Damiana, desde el fondo de la cocina llena de humo.

- Hemos esperado mucho. La feria está por terminar y las lluvias amenazan todos los días –argumentó Marcos Chura mientras arreglaba la ropa y esperaba la comida.

Así fue como, sin más argumentos que acudir a la feria y la proximidad de las lluvias, el viejo Marcos Chura, en el desolado paraje de Cerro Negro, abordó el tren de pasajeros y ocupó un asiento en el coche de segunda clase, porque no había uno de tercera.

El tren compuesto por diez vagones, llevaba acoplado a la locomotora el coche Pullman, acondicionado con todos los adelantos de la modernidad: aire acondicionado, cabina altimática, piso alfombrado, asientos giratorios, para diversión y comodidad de los turistas. A continuación, los coches de primera, con asientos numerados, sin alfombra, sin aire acondicionado. A la cola, los vagones de segunda clase, destinados a los demócratas, a los proletariados, a la gente de bajos recursos.

Con pitos largos, el tren anunciaba su llegada a las estaciones, a los paraderos, donde se detenía brevemente para que suban y bajen hombres, niños y mujeres llevando bultos.

En momentos que el tren se detenía, bajaban los brequeros, para apurar a los remolones con su lenguaje que a nadie llamaba la atención:

- Suban, suban rápido, el tren no espera.

Subían los viajeros atropellándose y el tren partía, desplegando sus banderas de humo negro, ensuciando el cielo, profanando el silencio de las quebradas, de los nevados donde anidan los cóndores, nacen los ríos y se desataban las tormentas. Como una aguja mágica, raudo cruzaba el expreso por las abras, por los puentes, por los pajonales de cuyo fondo parecían elevarse efluvios, emanaciones de eternidad rampante.

El responsable del pasaje era el Conductor, un mestizo de elevada estatura, de color cetrino, mirada dura, bigotes ralos. Parte de su trabajo era controlar a lo largo de la ruta, los boletos que portaban los viajeros. Se distinguía de los brequeros por el uniforme kaki, gorra o kepí del mismo tono. Cuando hacía un recorrido de rutina por el interior de los coches, una mujer de mediana edad lo detuvo para decirle a manera de queja:

- Señor, cuando subía al coche, el brequero; este brequero –lo señala con el dedo- casi me hace caer y el tren partía.

- ¿Te hace caer? ¿Y qué importancia tiene eso?

- Cómo que qué importancia tiene. ¿Si me mata el tren?

- Te mata nomá pue. ¡Qué le hace, un perro más a la pampa!

- ¡Qué barbaridad! ¿Nada vale la vida de un cristiano?

Impertérrito, el conductor siguió solicitando los boletos. Los recibía, los observaba detenidamente por los dos lados, los picaba y enseguida los devolvía o los retenía según el destino que llevaban los viajeros.

En el coche de segunda clase que era prácticamente un lugar de penitencia, las personas combatían el hastío, el aburrimiento, el malestar, cada quien a su manera. Unos jugaban a las cartas, otros leían los periódicos, revistas. No faltaban los cantores que animaban el ambiente con música triste del folklore serrano. Las mujeres cerraban los ojos intentando conciliar el sueño. Los niños totalmente mareados, vomitaban en el piso. En ese coche atestado de nativos, de aire irrespirable, viajaba absorto en sus problemas, el profesor Román López Casaverde, nombrado para laborar en el lejano pueblo llamado “Los Tunales”. Iba él imaginando situaciones, contemplando por la estrecha ventana la árida extensión de aire enrarecido. Pensaba en los niños que lo estarían esperando, en el pueblo que lo cobijaría ¿un año, dos, tres, cuatro? Junto al profesor viajaba un señor que dijo ser ganadero. Con él, el profesor cambiaba impresiones de cuando en cuando. Tejían comentarios sobre las altas cumbres, las manadas de auquénidos junto a la línea, los puentes, los ríos profundos. Hábilmente trataban de disimular el olor nauseabundo que flotaba en el interior del coche; olor que soportaban estoicamente los viajeros y que hasta parecían ignorar. La puerta del baño no podía cerrarse porque lo impedía la basura acumulada y las ventanas no podían levantarse, porque el viento irrespetuoso, ingresaba como un tifón; ahogando a los niños, haciendo volar los papeles, los periódicos. Del piso subía una emanación fétida, producto de lo que vomitaron los niños.

El Santo Tribunal, alegremente habría escogido como lugar de expiación para castigar a los herejes. En ese ambiente viajaban sin embargo los demócratas, los proletariados, los que no sabían que estaban rigurosamente clasificados en el bando de los parias, de los marginados.

Los adultos que no sufrían el artero asalto del soroche, parsimoniosamente fumaban, aumentado el malestar de los niños que sufrían lo indecible. Los cantores declaraban con la música del trueno, alumbrados con la luz de los relámpagos en sus noches puneñas.

“Yo soy aquel cholito

cholito cordillerano

que vive en el aire puro…”

Y las notas cargadas con la tinta de la emoción acariciaban el alma de los pasajeros, especialmente el alma del viejo Chura que escuchaba el lamento, rumiando pasajes de su vida lacerada. Callado, casi oculto, miraba la lejanía fugaz, con sus ojos apagados de vicuña arisca.

Paró el canto cuando el conductor abriendo la puerta inició el control de boletos. Marcos Chura metió la mano los bolsillos, hurgó en cada uno. Les dio vuelta. Con ansiedad buscó en la pequeña bolsa. No obstante el frío, Marcos Chura sentía sofocación, aturdimiento y el conductor se aproxima con sádica lentitud, hasta que al fin llegó al filo de la banca y se planta como un árbol gigantesco.

El hombre de uniforme, de mirada dura, de bigotes ralos, exudaba impaciencia, mal humor. Con gestos, con ademanes descomedidos hostiles, demostraba su impaciencia. De malas pulgas era el señor conductor y el tren corría por la altipampa, donde el sol y el viento jugaban con la paja brava de la jalca. El humo, como bandera negra ensuciaba el cielo divinamente azul.

Por milésima vez, el campesino Chura revolvió los bolsillos y el boleto como si fuera el pasaporte para ingresar al cielo, no aparecía por ningún lado. En esos segundos tensos, se adivinaba lo que maquinaba el cerebro obtuso del conductor.

- ¿Tienes boleto? –preguntó el brequero.

- Tienes boleto –respondió el hombre de la altura.

- ¡Entonces sácalo pues, animal! –rugió el de kaki.

Marcos Chura, oriundo de los andes, dueño de un rostro semejante a una máscara tallada en cobre, siguió hurgando vanamente entre las ropas viejas, mientras el conductor cambiaba de colores y una mueca feroz, relampagueaba en los labios gruesos, en los bigotes ralos.

Agotada la paciencia, perdidos los controles, el señor conductor, responsable del expreso, con un puntapié de futbolista experto, desbarató el atado del moroso campesino que sólo atinó a mirar la dimensión de la barbarie. Por obra y gracia de la furia desatada, corrieron por el piso como ratones espantados, las papas hervidas, las habas, el maíz tostado. Los humildes alimentos, los escasos avíos, en un segundo se aderezaron con la masa viscosa y maloliente. Ante la demora, que el conductor consideraba ofensiva, burla la ira se embalsó a cien horas por segundo.

En la desesperación creciente, Marcos Chura por toda respuesta miraba el techo del vagón, la cara de los vecinos, como buscado amparo. Esos ojos expresaban una súplica sin nombre, una vida de tenebroso sufrimiento; en las arrugas, la desolación cantaba un himno. El alma crucificada del hombre, se materializó en esa mirada; mirada suplicante de animal castigado. Tenía boleto, pero por asunto de la mala suerte, no era posible ubicarlo en ese instante… ¡Mala suerte! ¿Alguna vez fue visitado por los dioses de la buena suerte?

- No tienes boleto, miserable –barbotó el de uniforme y uniendo la ira a la palabra, exasperado por lo que consideraba burla sangrienta, con la pequeña máquina que llevaba en la mano, aplicó un feroz golpe en el rostro del indefenso viejo. Al ver la sangre que fluía a borbotones, las mujeres y los niños lanzaron gritos y el tren corría, raudo trepaba la escarpada cordillera.

Marcos Chura, de rostro quemado por el frío, por los vientos cruzados de la puna, no profirió una queja, no lanzó una maldición, un solo juramento. Con la mirada extraviada, nublada por el velo de lágrimas, con desesperación, sólo atinó a cubrir la herida con la mano, Después de los pequeños gritos, un silencio culpable adormeció el ambiente.

La sangre evadida del cuerpo esclavo, desfiguró aún más, el rostro de hecho desfigurado por el gélido viento de la jalca. El líquido manchó la ropa y corrió como un chorrito por el piso. Mientras el tren corría profanando el silencio de la altura, en el vagón de aire enrarecido, de olores pestilentes, en la hora signada por el oprobio cayeron al suelo como ropa podrida, como ceniza muerta, la dignidad, el respeto, la justicia y hasta el sombrero “Panzaiburro”, lentamente rodó al nivel de la basura. El boleto causante del escándalo, se exhibía en el cintillo externo como una flor de escarnio. Marcos Chura, como un Cristo redivivo, humillado y escarnecido, a fines del siglo veinte con una corona de computadoras, escalaba el Gólgota en un coche de segunda clase.

El viajero solitario, aturdido por el dolor, cubría la herida, con la vana ilusión de detener la hemorragia con los dedos. La sangre sin embargo, mezclada con las lágrimas, corría por las mejillas arrugadas, como lluvia por una meseta erosionada.

¡El cobarde es valiente cuando tienen asegurada la victoria!

El profesor Román López Casaverde que viajaba con destino al ignoto pueblo “Los Tunales”, sencillamente no daba crédito al testimonio de sus ojos; creía estar soñando una pesadilla horrenda. Frenético abandonó su asiento, levantó el sombrero, tomó la pequeña cartulina entregándola al brequero; éste la puso en manos de su jefe. El de uniforme por toda respuesta, ensayó una sonrisa idiota. Con un gruñido de perro dijo:

- Ya ven. Ahí estaba el boleto… Era tan fácil presentarlo y de puro capricho, este animal, no lo hizo.

- Lo que usted acaba de cometer con este viejo, es un crimen, un verdadero crimen, explotó el profesor, rojo de ira.

- ¡Qué crimen ni crimen! Este viejo es un indio y yo sé cómo lo manejo.

- Eso mismo no lo haría con un gringo, con un negro o con otro indio de corbata como usted.

- ¿Indio? … ¿Indio yo?... ¡Harto indio será su padre! –borbotó el de bigotes ralos, seriamente afectado por la ofensa.

Después de un furioso cambio de adjetivos, ante el estupor del pasaje sorprendido, conductor y profesor se fueron a las manos, en un pugilato callejero, salvaje y primitivo. Los cuerpos tremantes se juntaban, se miraban con odio demencial, escupían sangre y nuevamente rodaban con los brazos que se movían, como aspas de molino y caían como martillos implacables... Y el tren corría, veloz cruzaba la altipampa estremecida.

¡Insólito!... ¡Inaudito!... ¡Increíble!...

Al señor conductor del tren, al jefe del expreso, le estaban propinando duros golpes en los belfos, en los pómulos. El rostro del uniformado estaba convertido en una máscara tumefacta, grotesca. De las fosas nasales fluía sangre, mucha sangre y mientras el tren corría como caballo desbocado, dos hombres se agredían como fieras. Uno atacaba impulsado por la fiebre de la justicia y el otro se encogía levantando los brazos adormecidos, por la artritis del abuso.

- Dale, dale, carajo –desaforado gritaba el brequero, tratando de alentar al jefe, al compañero que recibía golpes de toda marca. Frente a la desigualdad, el ayudante consideró oportuno cambiar el giro de la lucha. Cerrando los puños, tensas las piernas, avanzó el brequero con intenciones homicidas; intenciones que se desvanecieron al observar con una mezcla de terror y asombro que los precarios ocupantes del vagón, en una extraña borrachera de lucidez, habían recobrado su condición de seres prontos a vengar el ultraje. Hombres, mujeres y niños levantaron los brazos, esgrimieron los puños.

Ante la posibilidad de ser linchados, conductor y brequero abandonaron el campo de batalla.

- ¡Miserables, cochinos, mala gente! –gritaron al unísono todos los pasajeros y las samaritanas se acercaron al campesino vapuleado, con ungüentos, con el bálsamo eficaz del consuelo.

Pacificado el ambiente, dominada la tempestad, acallada la grita, cada quien se dedicó a comentar el incidente a su manera. Román López Casaverde, frotándose los puños magullados, sacudiendo la ropa impregnada de basura, fatigado por la altura y por la lucha, volvió al duro asiento de madera. Profundamente preocupado, ensimismado en sus turbulentos paisajes interiores, miraba los cerros lejanos, miraba el rostro desfigurado del hombre andino y no alcanzaba a comprender los pasajes truculentos de la vida, los abismos. Las distancias que separan a los hombres. ¿No son acaso parte del género humano los blancos, los negros, los amarillos, los indios, los cobrizos? ¿No somos prójimos los unos de los otros? Pensaba el profesor Román López Casaverde.

El ganadero que viajaba al lado del profesor, se animó a abrir la boca para decir en tono seriamente marcado por la amargura:

- El indio mi querido amigo, sólo adquiere condición humana cuando cumple el servicio militar, cuando marcha a la frontera para defender el honor nacional, la integridad del suelo patrio. Ahí en la línea de fuego alcanza hasta la dimensión de héroe. Pero cuando ese indio es licenciado, sólo encuentra las calles para instalar su puesto de ambulante, donde recibe el acoso implacable de los policías municipales.

El ganadero guardó silencio, cuando se abrieron las puertas del coche. Promediada la tarde. Declinaba el sol. El viento levantaba nubes de polvo. El tren estaba detenido. Por la puerta totalmente abierta ingresaron dos policías armados. Detrás de ellos, el conductor de tren y todo el personal del expreso.

- Es él –dijo el brequero señalando a Román López.

Se aproximaron los policías con el manido argumento de todos los días:

- Los papeles, los documentos.

Román López entregó los documentos, los mismos que fueron revisados detenidamente. Al encontrarlos conformes, los devolvieron, agregando:

- Queda usted detenido!

- ¿Detenido? ¿Por qué?

- Hasta la pregunta es ociosa. Mire la cara del conductor. Usted lo ha golpeado cobardemente cuando le solicitó el boleto. Además de pretender viajar gratuitamente, se le acusa de otros delitos.

- ¿Otros delitos? ¿Qué delitos?... Aquí está mi boleto.

- Alguien se lo ha pasado.

- Mire lo que el conductor ha hecho con este anciano, obsérvelo.

- Este hombre es un indio y de él nos ocuparemos en su momento.

Enmarrocado, flanqueado por dos policías fuertemente armados, seguidos por todo el personal del expreso, ante el estupor de las montañas vecinas, el profesor Román López Casaverde, acusado entre otras cosas de haber golpeado en forma artera al conductor, abandonó el sórdido coche de segunda clase, en calidad de detenido por faltas graves. Román López Casaverde, atrapado entre las garras del destino que le jugaba una pasada allá donde reinaba el frío, la soledad y el viento. Definitivamente, el profesor no llegará a  “Los Tunales”. No se presentará ante los niños, ni conocerá a sus colegas, no se dará el gusto de pasear por las calles del pueblo que lo espera…

Jorge Noé Pérez Rodríguez

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