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Álbum


Arequipa, 24 de febrero de 2006
Por Víctor H. Palacios Cruz


Cortesía de: http://gentemagenta.blogspot.com/


La mano es una de las pocas partes del cuerpo que puedo usar sin sacrificio. Tengo el rostro enrojecido por la resolana de mi excursión playera. Cuello y espalda exclaman cada vez que los palpa el aseo. Me siento un camarón desollado y listo para ser sumergido en la olla de un hirviente chupe. Felizmente mis dedos trabajan invictos sobre esta mesa de un café en Arequipa. Ha sido el precio de un viaje inolvidable. Plan incierto, resultado irrepetible.

Me levanté muy temprano para llegar antes de las diez de la mañana a Mollendo, al sur de Arequipa. Tomé un taxi hasta la segunda playa desde donde me propuse emprender una caminata hacia un balneario llamado Mejía, distante unos quince o veinte kilómetros. Los más optimistas ―quizá deportistas― me hablaban de dos horas de andanza; alguno mencionó una hora y media. Otros respondieron que cuatro o más. Deduje el promedio y busqué de inmediato la orilla. Bruscamente me detuvo, sin embargo, la vista de una enorme casa antigua, de un amarillo denso y bordes de matiz caoba, amplia y terminada con un indeciso perfil de castillo. Tamaño nobiliario, ungido sobre un ancho promontorio pétreo. La vista era irresistible. Con tres fotografías rodeé aquella mansión abandonada, fantasmagórica, no sé si habitada por espíritus pero sí al menos por pájaros oscuros que anidaban y volvían a ella a través de sus arcos flamígeros, temerosos no de una ocupación ajena, sino de que aquella existencia mágica fuese súbitamente abolida.

El litoral era un continuo piso mullido, resistente a la pisada, excepto unos tramos antes de la meta donde era preciso sacar y volver a meter los pies dentro de una extenuante blandura. Playa fluida, sin interpolaciones de agonías rocosas o arribos fluviales. Llana y propicia para un avance a ojos cerrados, sumiso a la conjunción de los elementos.

Sobre mis pasos convergía el ritmo blanco del oleaje marino y la estridente levedad del jazz rock de King Crimson en mi diskman. En bandadas surcaban las gaviotas el límpido cielo azul, mientras alvéolos de espuma flotaban sobre una orla de agua en retirada. A la caricia ortopédica de la arena apelmazada correspondía una brisa aleteante que hacía de la piel un paladar vivo y ávido. El agua privada de movimiento, aterida en hilachas de nubes esparcidas por los vientos superiores, tenía su espejo en los restos blanquecinos de cangrejos destrozados por las fuerzas del mar, que regresaban hacia el interior para nutrir más robustas biologías.

Apresuré mi ritmo cuando distinguí a un pescador que iba delante. Su mano izquierda asía una redecilla goteante y su mirada arponaba dispersos puntos de la orilla, montículos que cubrían escondrijos de muymuy (crustáceos comestibles de ínfimo tamaño) que venía recolectando. De lejos, era la silueta de un adolescente surfista que erraba movilizado por un exabrupto contemplativo; de cerca, tenía cincuenta años y barba de altamar. Bonachón, parco y sabio, con el vozarrón de un consumado hombre de mar, pero sin la etílica ronquera del Hemingway pescador. Me acompañó unos metros. No se selló ninguna amistad, pero sí el respeto entre dos aventuras solitarias y distintas.

La marcha acató algunas pausas a la vista de escenas apetitosas para mi cámara de fotos. No las socorridas marinas de la pintura de baratillo, pues el paisaje era rigurosamente lineal, eximido de acentos, de grandezas que no fueran las de su sola extensión. Era el suelo y sus imprevisibles detalles pictóricos lo que me obligaba a hacer rodeos en busca de ángulos y conjugaciones. Conjuntos de espumas varadas que exhibían variaciones de panales o colonias de corales; combinaciones simétricas de piedras y líneas sobre la arenada humedad; restos de moluscos siguiendo un trazo sinuoso que debía ser el espectro de la ola que los condujo hacia la orilla mortuoria; una caparazón amarilla, vacía y ovalada, semejante a un platillo volador, que coloqué en aveniencia con tres piedras color pizarra, relucientes y redondas, para configurar una alucinación sideral; un pedrusco lechoso y averiado en el extremo de dos líneas largas que morían bajo su cuerpo, trazando el paso de un cometa. Distribuciones abstractas, minimalistas, engendros de una ilocalizable mirada ociosa. A esta hora ―me decía― dónde estará mi querido Ernst Jünger, erudito entomólogo y poeta escrutador de las intimidades de la naturaleza. Cuán espontáneo invocarlo en la impotencia de mi observación, aleatoria e inculta.

A poco de llegar a Mejía tuve un susto inesperado que pudo estropear la expedición. ¿Cómo ―me preguntaba― ingresar rengueando luego de tres horas de valeroso ejercicio a pie desnudo al borde del Pacífico? Sentí un hincón fino y penetrante en la planta del pie izquierdo. Fue luego de un oleaje tumultuoso que me impidió reconocer lo que lo había producido. Examiné el pie y detecté apenas una delgadísima espina con forma de ganzúa hundida en la carne. El miedo empezó cuando una tensión afiebrada llenó el pie, por lo que supuse que la incisión había inoculado alguna sustancia nefasta en esa extremidad. Me apresuré en llegar a Mejía. Llamé al primer salvavidas y le narré el suceso. “No se ha reportado nunca un daño relacionado con animales marinos en esta zona”, me dijo. Nada más escucharlo, la hinchazón principió a remitir y se fue apagando hasta olvidarla en el primer restaurante que encontré. Tal vez la intensidad conectaba con que la punta de una púa de cangrejo había atacado un nervio de importancia.

Para conjurar mayores peligros y sentar categóricamente la eminencia de la especie a la que yo pertenecía, pedí para almorzar ―hambriento como estaba― un plato poblado de diversos personajes del océano: camarones, lapas, pulpos y, obviamente, cangrejos. La música volvía a acudir para acompañar y aun modelar un ejercicio, esta vez el de la masticación. Pero, en este restaurante, popular dentro de una playa afamada como destino de alta sociedad, se escuchaba un viejo vals peruano, en la versión de Los Morochucos. Era la canción “El plebeyo”, cuyos versos gemían así: “Mi sangre aunque plebeya también tiñe de rojo, / el alma en que se anida incomparable amor. / Ella de noble cuna y yo humilde plebeyo, / no es distinta la sangre ni es otro el corazón... / ¡Señor, por qué los seres no son de igual valor!” Las bocas de los más variados bolsillos comían con democrático placer.

A no dudarlo, una de las joyas de la gastronomía local es un poderoso pimiento picante llamado rocoto. Tan fuerte como sabrosa, una salsa de rocoto no solamente anima un potaje sino que le añade una exaltación ígnea que exige una compensación urgente, por ejemplo una cerveza fría del lugar. De modo que aquí es imposible comer sin un poco de violencia. Asociación de complacencia y dolor que haría frotarse las manos a obsesos sexólogos cuyas digresiones no extenderé en el corto espacio que me queda.

Volví a Mollendo en un incómodo transporte público, y allí, raspadilla de guayaba en mano, esperé el turno de mi autobús de vuelta a Arequipa. Un verdadero teleférico que uniría al nivel del mar con los 2300 metros de altitud de la capital del departamento, en el curso de poco más de dos horas.

Ya sentado en el vehículo, ocurrió uno de esos impredecibles alivios a los que me aferro para no dejar en la irrealidad de lo privado una memorable experiencia, como aquella mudamente atestiguada por los cielos, el mar y la tierra. Se ubicó a mi lado un tipo de unos cuarenta años, con gestos de ingeniero, y empezamos espontáneamente a conversar. Le relaté mi caminata playera, quedó admirado y desde entonces no paramos de hablar hasta alcanzar nuestro destino: de turismo y agricultura, de política y comida, del norte y el sur del país, de geografía e idiosincrasias. Al despedirnos intercambiamos direcciones electrónicas y me ofreció solemne, creíblemente, la hospitalidad de su casa para un eventual regreso o la llegada de cualquier conocido mío. En fin, amistades cortas pero atesorables. Mi mala memoria me exhorta a repetir lo que creo haber puesto en otro lugar: en el inabarcable hilo del tiempo la vida individual es de una exigua brevedad; por lo que tanto vale una relación amistosa sostenida en el curso de cincuenta años, como una conversación intensa de minutos, en los asientos crujientes de un autobús provincial.

 

 
 

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